I
Eso de intentar cambiar el mundo, era una minúscula parte de las ideas que tenía Pedro. Él sabía todo. Es más, hasta hablaba de haber estado en el momento del Bing Bang, de haber visto cómo se formó la cordillera de los Andes y de conocer el verdadero nombre de Dios. Estaba loco, yo nunca le creí eso del nombre de Dios, y sin embargo cada vez que lo escuchaba le volvía a creer como un tonto. Empezó de a poco, pero sus charlas en la plaza del barrio ganaron mucha popularidad, tanto que tuvo que llevar un amplificador con micrófono para que lo escuchen todos. En sus días de gloria, su poder de argumentación era increíble, y el más escéptico le habría pedido perdón por contradecir sus conocimientos. Era “El genio”, “El gran conocedor”, “El sabio” y “El poderoso inteligente”. El título que nunca recibiría fue el de “Amigo”, tal vez porque no lo merecía, tal vez porque no había lugar en su cabeza para tal ridiculez, aunque yo creo que fue porque no podía, como nosotros no podíamos ser cómo él. Él era en su totalidad diferente. En su habitación, en su escritorio celeste (el chiquitito que se movía todo el tiempo), tenía esa palabra escrita, y les aseguro, más de doscientas veces.