Las cosas se rompen,
admitámoslo.
Cada vez que planeamos algo,
una suerte de brisa cósmica
conspira en nuestra contra
y todo empieza a salir mal,
poco o bastante,
depende del caso.
Se quiebran,
se doblan,
desaparecen
o se marchitan.
Las cosas se rompen
cuando menos lo esperamos,
a propósito, claro,
y nada nos puede evitar
esa bronca momentánea
de que el esmero
puesto en la planificación
de la vida
sea siempre tan ineficaz,
tan obsoleto.
Esto nos cansa.
Porque las cosas no dejan
de romperse.
No dejan de ser incómodas.
No dejan de hacernos doler.
En el núcleo
de nuestra relación con el mundo
se va forjando
a prueba y error
la confianza
y el ego,
la memoria
y los miedos.
Y ahí también está nuestra esperanza
de que algún día nada duela otra vez.
Ahí nuestro más profundo terror
de que las cosas se rompan para siempre.
Pero las cosas se rompen
y así será hasta los fines del universo,
aunque persistamos en abrazarnos
a la vida.
La vida no es más que un tajo en el vacío,
algo inútil y roto,
admitámoslo.
*
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