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Hoy sábado fue un día increíble, por la cantidad (y calidad) de cosas que aprendí. Perdonen los errores “literarios”. Soy así todavía.
Amanecí en mi casa solo, mi familia se había ido a no se dónde. Me desperté, me hice un café con leche –tan necesario- y mientras desayunaba vi “Phineas y Ferb”, donde uno de ellos decía “la mejor cámara de fotos que tenemos es la mente”. Después me puse a tocar el piano, y al lado mi perra (mientras descargaba unos álbumes de Yann Tiersen en la computadora). Decidí esperar a que alguien, algún amigo-conocido me invitara a hacer algo. Ante la ausencia, me fui a andar en bici, sin esperar ni buscar nada ni a nadie, solamente andar. Fui hasta el parque Sarmiento, en la otra punta de la ciudad, y después de corroborar que no había nadie conocido (porque andar solo es visto como raro o como si alguien me hubiese plantado), me instalé en una isla en medio de un lago. Ahí me quedé, escuchando a Vivaldi, entre árboles inmensos y una brisa que esparcía el silencio. Arranqué un papel de mi cuaderno (que siempre llevo) y lo doble, hice un barco y lo dejé sobre el agua. Escribí un (casi)poema mientras se iba (yo también me iba con él). Al rato llegó una familia, la madre, la abuela, y dos chicos (supongo). Hice otro barco, lo dejé en un hueco de luz en el lago y me fui, cruzando el puente. Los chicos se quedaron mirando el barco, como se iba (y yo con él).
Me fui, por la avenida, rápido, y mientras cruzaba el puente de hierro (graaande), me detuve en la mitad, en un balcón y me quedé mirando el río, y los árboles, y la gente tomando mate, y el agua, mientras los autos hacían vibrar el piso. Seguí andando, no supe hacia dónde, pero me estaba agarrando hambre. Fui para el centro, no sé porqué, pero no doble en ninguna calle que me propuse doblar. Fui derecho a la plaza, la crucé sin reconocer a nadie todavía. Y al doblar en la Buenos Aires, mientras sonaba el estribillo de Fix you de Cold Play, el Sol inundó toda mi vista, mis oídos, mi cuerpo y la bici en su totalidad. No veía más que luz, y la calle. Empecé a ir más lento, alguien me podía chocar. Había tanta luz (tanta). El mundo se me hizo amarillo, y no quise escapar de eso. Fue hermoso.
Me dirigí a una panadería en la misma calle, pero no entré. Mas adelante había árboles (¡No edificios!). Y la luz entraba por sus ramas. Anduve por ahí. Y después tuve miedo, era inevitable cruzarme por el kiosco donde suelen estar unos “amigos”, y sinceramente, no tenia ganas de ver a nadie. Pero pensé “en un momento tan lindo, sería tonto que eligiera otro camino solo por no querer ver a alguien, o por tener miedo de verlos y hablar con ellos”. Así que seguí. Y cuando pasé por ahí, no había nadie (“viste, hay que arriesgarse”). Paré en una panadería, até la bici con el candado nuevo, compré unas facturas y mantecados (muy caros para mi bolsillo), le sonreí a la malhumorada vendedora, y me fui. Cuando desaté la bici, se me rompió la cerradura del candado. (“nada es perfecto che, siempre pasa algo malo, la cuestión es dejarlo pasar”). Seguí andando, llegué al cementerio y empecé a comer. Curiosamente, era demasiada comida, así que la guardé y continué mi marcha.
Llegué a Villa Dalcar, donde hay un lago y otro parque cerca de la ruta, al otro lado de la ciudad. Y ahí, conocí el vacío. El agua inmensa ante mis ojos, algunos murciélagos revoloteando, el frío, el olor del bosque, el cielo azul y naranja. Y yo, de nuevo, solo. Ante todo, solo (pero no triste).
Y me fui, me fui de todo eso, llegué a mi casa, después de tanto frío que hacía. Toqué el piano, y escribí esto.
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