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Las cosas se rompen

* Las cosas se rompen, admitámoslo. Cada vez que planeamos algo, una suerte de brisa cósmica conspira en nuestra contra y todo empieza a sal...

martes, 11 de febrero de 2014

Capítulo VI: Geometría (extracto)

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Ahora pienso yo. Pongamos la mente en blanco, que se olvide todo y nosotros seamos el olvido con lo olvidado, que nada nos recuerde nada.
Está oscuro, y frío. Pero frío quieto, frío de aire acondicionado que enfría de lejos. La fuente del frío es imperceptible, no hay viento, solo calma y silencio. Estamos flotando. No levitando, ni haciendo un leve balanceo, solo quietos, cómodos, parados en el aire invisible. Miramos a lo que creemos es el frente. Podemos intentar mover un brazo, subirlo, tocarnos la cara: es la misma de siempre. Movemos los dedos de los pies, sentimos la piel de gallina que estremece toda nuestra médula. Abrimos y cerramos los ojos. Olemos el olor de nuestro cuerpo. El mismo, al igual que el sabor de la saliva. Intentamos hablar, pero el sonido se apaga secamente, como si no hubiera superficie donde pueda rebotar y volver a nuestros oídos. Escuchamos nuestros latidos, la sangre corriendo y palpitando. Y un leve zumbido que proviene –nada más y nada menos- que de nuestra intensa actividad neuronal. No entendemos, pero estamos bien. Sin dolor, sin hambre, sin sed y el frío no es lo suficientemente intenso.
“Ya llegará la luz” nos prometemos.
De pronto, se iluminan nuestros pies. Una luz algo amarilla, que al principio nos deslumbra pero que luego naturalizamos: es nuestra luz, es la luz que pensamos. Nos rodea los miembros, se esparce como agua en nuestra piel, nos toca, y aunque no la sentimos, nos invade los sentidos. Estamos impregnados de esa luz y la consideramos nuestra primera creación. Y luego de ese primer eslabón pensamos en las cosas que tocará esa luz que no son nosotros: ahora buscamos la forma de nuestro universo posible.
La encontramos: un punto a lo lejos del cual se desprenden tres líneas simétricamente, en ángulos de ciento veinte grados. Las tres siguen su camino, inclinadas hacia nosotros en un ángulo convexo y de los vértices que eran su objetivo se desprenden otras tres líneas, una de cada uno, y se unen formando un inmenso triángulo que está situado detrás de nuestra posición. Si la imagen no es errónea, descubriremos un gran tetraedro en cuyo centro estamos situados. Las caras son espejos. Enormes espejos, iluminados por nuestra luz. Ya somos padres y madres de nuestro universo, y lo amamos como nuestro pequeño hijo.

Aun así, nuestra criatura parece ser mucha más antigua que nuestra primeriza nada: estos espejos nos muestran un infinito que no nos pertenece. Nuestra luz rebota y se alarga, se dobla y ocupa los lugares más recónditos de las imágenes más lejanas que nos devuelven los inmensos espejos. Y en todos lugares estamos nosotros. Y aun así, en el espacio sideral, no nos vemos.






































*Emi

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