Tomarse el tiempo es como una especie de revolución. Interna, seguramente; externa, tal vez en el futuro. Quedarse con la mirada perdida en la funda de un almohadón, respirar tres veces, dejar de mover el pie. Dar mensajes de calma a nuestro cuerpo, masajear un poco la mente. Mimarse ante tanto abismo. Reconocer un refugio en la piel y confiar aunque no quede ni la más mínima esperanza. Estirarse un poco cada día, como intentar tocar el cielo con los dedos y sentir la tierra en la planta de los pies. Tender un puente entre lo mágico y lo cotidiano. Fantasear un poco con la falta, dejarnos doler, aprovechar la corriente para visitar nuevos lugares, viajar en el tiempo, conocernos de nuevo, dejarnos ir, dejarnos morir. Agradecer y amar. No olvidarse nunca de la fragilidad que somos. No olvidarnos nunca de la potencia que somos. Dejarse ir y confiar en la luz que hace milenios buscamos. Sobrevivir. Ver como otres sobreviven. Acurrucarse de vez en cuando en la tristeza. Sonreir y hacer un chiste. Besar el cuello, los labios, mirarse a los ojos. Tomarse un café después de escribir un montón de oraciones en infinitivo, para seguir en la rueda.
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